Visita nocturna
- Juan Grajales
- 24 jul 2020
- 2 Min. de lectura
“Tengo que ir al baño”, pensó Laura apenas un instante después de haber abierto sus ojos en medio de la noche. Todas las superficies y formas estaban ocultas por una densa masa oscura que parecía contraerse con suavidad. El golpeteo de la lluvia le avisaba de una fuerte tormenta cuyo viento empujaba las ventanas en un vano intento de abrirlas, las ramas del árbol vecino aruñaban la fachada y sus crujidos resonaban por toda la habitación. Su vejiga estaba a punto de explotar, había olvidado vaciarla antes de ir a dormir, y ahora debía pagar las consecuencias de aquel inocente descuido.
La habitación se iluminó por un segundo bajo una nueva luz blanquecina y azulada, los muebles tomaron forma, las sombras se esfumaron, todo se oscureció de inmediato y el poderoso trueno no esperó ni un suspiro antes de aparecer y sacudir los cimientos de la casa, activando las alarmas de los carros aparcados en la calle. Ahora era una orquesta entre la algarabía vehicular, el golpeteo de la lluvia, el silbido del viento y…, ¿algo más?, sí un crujido. ¡CRACK!
¿Había sido la puerta del armario que lentamente se abría?, ¿o la puerta del pasillo?, ¿o algo arrastrándose desde el sillón? El corazón se aceleró, ya no podía escuchar nada por encima de todos los ruidos que perturbaban la atmósfera. Un segundo rayo centelleó por la ventana y Laura, muerta de miedo, hundió su cabeza en las entrañas de las sábanas. ¿Había visto algo?, no podía estar segura. Alcanzó a ver la puerta del pasillo abierta, ¿la había dejado así?, ¿qué había al fondo?, ¿una sombra?, ¿de qué tamaño?, ¿acaso sería una persona?
Sacó la cabeza para respirar mejor, todo era nuevamente negro, como si no existiera otra cosa más que aquella ausencia de luz que lo había devorado todo. Reunió un poquito de valentía y pudo sentarse en el borde de la cama, el cuerpo estaba bañado en sudor, las extremidades temblaban al son de la lluvia, el corazón intentaba volver al ritmo habitual.
“Tú puedes hacerlo”, se dijo, “son sólo cuatro pasos hasta el interruptor y diez hasta el baño”.
Se enojó consigo misma, ¿acaso iba a mojar la cama otra vez?, ¿aún debía temerle a su propia imaginación y su engañosa percepción de la realidad? Laura no era ninguna niña, en su pared descansaban varios diplomas, en su frente se plasmaban varias arrugas, en su cabello se mezclaban varias canas. “No soy una niña”.
Los pies alcanzaron el suelo, los dedos se hundieron en la alfombra. “Puedes hacerlo, puedes hacerlo”.
No pudo hacerlo. Otro destello reveló la misma sombra oculta al fondo del pasillo, una sombra que no le huía a la luz, que no les temía a los rayos ni a los vendavales. Esta vez Laura la pudo ver claramente, no era su imaginación. Aguantó la respiración mientras se introducía otra vez a la cama, aunque dejó su cabeza al descubierto para cerciorarse de que sus propios ojos no le estaban mintiendo. Esperó, esperó, esperó. ¡Pum!, el esperado rayo cayó en algún lugar de la ciudad y su generosa luz empapó cada rincón de la habitación. El pasillo estaba despejado. Laura sonrió, aliviada, pues ahora creía que lo había imaginado todo. No sabía que la sombra ya estaba a su lado.
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