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Blanco de represión: lienzo de rebelión.

  • Foto del escritor: Juan Grajales
    Juan Grajales
  • 30 may 2021
  • 4 Min. de lectura

¿Y qué pasa cuando se callan las palabras?

¿Cuánto dura el silencio antes de que empiece el grito?


Muchos aún no sabían del mural, no frecuentaban la zona y tampoco habían visto nada en las redes sociales. Siempre pasaba algo más, siempre se hablaba de otra cosa.

Las manifestaciones artísticas tomaban fuerza como una expresión de indignación, era algo sin precedentes, era una señal de que las protestas contaban con apoyo de todo tipo de gente.


Y pasó lo del muro. Un simple muro junto a la vía Panamericana, un muro de tantos, pero pintado con un enorme mensaje de indignación, una crítica legítima y bien visible desde cualquier ángulo: «Estado narcoparamilitar». Por redes sociales empezaron a circular vídeos en los que se veía cómo de algunos carros bajaba un puñado de gente con camisetas blancas, y de esa misma blancura empezaban a pintar sobre el muro. Ellos alegaron vandalismo, alegaron una ofensa a la moral. Venían los salvadores de la paz y la democracia a cubrir aquel terrible mural con el color de la paz: «El arte es una cosa, el vandalismo es otra», decían.


«El arte es una cosa, el vandalismo es otra».

De la "gente de bien" se puede hablar después, de esa usurpación de los símbolos por aquellos que usan el blanco de una paz que ellos mismos hundieron en el pasado, aquellos que se presumen civilizados mientras aplauden abusos de la fuerza pública, aquellos que se dicen justos mientras hacen ojos ciegos a los escándalos de sus políticos. Aquellos sumergidos en la comodidad cómplice de quien reclama un "regreso a la normalidad", cuando la normalidad para millones de colombianos es tener la nevera vacía, los bolsillos llenos de aire, largas e infructuosas filas en los centros de salud, pésimo acceso a la educación y precariedad laboral. ¡Que alguien nos libre de la vieja normalidad!


En fin, los ciudadanos de bien alegaban la representación de "otros sectores" de la ciudad, sectores que por generaciones ignoraron y fueron indiferentes con el resto. ¿Se puede pedir empatía por la apatía?


Muchos se indignaron, ¿qué daño hacía un mural?, ¿cómo podían ser las palabras un acto vandálico? Se publicaron cuentas bancarias para recibir las donaciones que serían usadas en una nueva intervención artística. Pasaron los días, se convocó para realizar el mural en la mañana del viernes 29 de mayo.


Muchos seguían exhaustos después de la marcha del 28, era fácil dejar pasar el tiempo y esperar a que fuesen otros a re-pintar el muro. Pero aquel sentimiento desentendido no duró mucho, pues circularon los vídeos en vivo en donde la policía impedía pintar el mural de nuevo. Eran pocos los jóvenes que discutían con los miembros de la fuerza pública, no sería nada nuevo si se les daba por meterlos a todos en un camión.


Y como siempre, cada acto de represión desataba la indignación. Se cancelaron las demás actividades del día: el mural se haría contra viento y marea. Contra lluvia y policía.

¿Quién mandaba aquí?, ¿tenían permiso de la alcaldía?, ¿quién había enviado al ESMAD a intimidar a jóvenes que sólo iban con brochas, rodillos y pintura?

Les habían dicho que no podían escribir lo mismo, que aquello era «ofensivo», ¿quién decidía el límite entre el arte y la ofensa?


La policía terminó marchándose, era una pequeña victoria que se celebró con la llegada de decenas de personas que venían a apoyar a los artistas. Aquel muro blanco parecía un lienzo dejado allí con ese propósito, una hoja vacía con hambre de palabras. Y fluyeron esas palabras.


Algunos pintaban, el resto miraba con admiración cómo las letras iban tomando forma, cómo iban naciendo las voces de un nuevo mensaje, de una resistencia que no se rinde ni amedrenta tan fácil.

Los carros, buses y camiones pitaban en señal de apoyo, las ambulancias encendían las sirenas mientras sus conductores alzaban el pulgar por la ventanilla. Algunos pasaban más lento y tomaban fotografías, unos aplaudían, otros se unían a los manifestantes.


A lado y lado del mural se parquearon carros y motos por montones, la música sonaba fuerte desde los parlantes, se encontraron los grupos de amigos, los familiares, los compañeros de clase. Todos traídos aquí por la determinación de defender un mural que ahora era un símbolo de resiliencia. «Y si lo vuelven a quitar, ¡pues lo hacemos más grande!», se escuchaba.

«Y si lo vuelven a quitar, ¡pues lo hacemos más grande!».

Aquello era una fiesta, una celebración, un triunfo de la paz —la paz auténtica— sobre la represión. La gente compartía comida y gaseosas, cantaban y bailaban todos juntos mientras se daban los retoques finales del mural. Las palabras habían cambiado, pero el mensaje era prácticamente el mismo: «PAREN LA HPTA MASACRE». Apenas un día atrás habían sido asesinadas alrededor de diez personas en Cali. Decenas más en las víctimas totales del paro.

¿Y qué venía después?

El presidente andaba recorriendo los barrios de Cali mientras miles de soldados se desplegaban en esa y otras ciudades. Circulaban vídeos de civiles disparando y circulando con total normalidad entre los policías.


Más vídeos de abuso, nuevos desmanes, nuevos horrores. Iniciaba otra noche de terror en Colombia, un país en el que los muros valen más que las personas.


Nacía una nueva y pequeña esperanza en este rincón del país, pero era inevitable preguntarse la reacción de los ciudadanos de bien o lo que nos dirían los medios de siempre. ¿Será rojo-sangre el color de esas letras?, ¿o nos harán creer que es rojo-comunista?

Ciertamente un absurdo acto de represión tuvo todo el efecto contrario: se convirtió en un símbolo de rebelión. La dignidad no se puede cubrir de pintura blanca.


 
 
 

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