Tu primera cita
- Juan Grajales
- 24 jul 2020
- 3 Min. de lectura
No estás preparado, eso lo tienes muy claro. Pensabas que todo saldría a la perfección, pero esa idea se desvaneció cuando te miraste al espejo y viste aquella espinilla en tu cara que, viéndola muy de cerca, parece un volcán a punto de estallar. Dices que salió de repente, pues esta mañana no la tenías. ¿Será más grande de lo que aparenta?, no lo sabes, intentas ponerte un poco del maquillaje de tu madre para disimular.
Nunca has usado maquillaje, no sabes lo que estás haciendo. Ahora sientes que pareces un payaso y decides lavarte tres veces la cara para volver a como estabas antes. Ahí sigue la espinilla, hasta parece que te sonríe.
Miras el reloj, se está haciendo tarde, hay un carril de la avenida en reparación y sabes que el tráfico debe estar hecho un caos; tienes que darte prisa. No eres tonto, no fuiste sincero cuando tu madre te preguntó que a dónde ibas tan arreglado, ¡que hasta le habías peinado y puesto loción! Le dijiste que ibas a una reunión de amigos, a una despedida…
¿Despedida de qué?, ¿acaso de tu virginidad?, ¿acaso de tu dignidad?, esperas que sea lo primero y no lo segundo, que dignidad tampoco es que te sobre mucha.
Estás nervioso, sabes que estás sudando, puedes sentir la humedad acumulándose en las axilas de tu camisa y en tu espalda. El bus está lleno, es hora pico, el sol ha muerto; fuiste afortunado al conseguir un asiento con ventanilla, aunque ésta está tan vieja que eres simplemente incapaz de abrirla. Intentas una vez, intentas dos veces. Te rindes.
Estás a mitad de camino, notas que ha empezado a llover, las pesadas nubes del cielo se han teñido de rojo por las luces de la ciudad, ahora lloran sobre ella. Te desesperas un poco, no has traído paraguas y, hasta donde investigaste en Google maps, son al menos dos calles a pie desde la parada del bus hasta el restaurante en el que definirás tu suerte.
Ahora también te sudan las manos, estás algo asustado, una parte de ti se arrepiente de haber venido, deberías estar en cama viendo alguna película, leyendo un libro, estudiando, durmiendo, quién sabe, cualquier otra cosa menos ésta. Te asustas un poco más, ¿qué va a pensar de ti?, ¿acaso notará primero la espinilla antes que tus ojos?, ¿fue mucha o muy poca loción?, ¿aquel es un peinado decente o demasiado forzado?
En tu regazo llevas un paquete en vuelto en papel seda, temes por él, sabes que manchará toda tu ropa en cualquier descuido si dejas que la lluvia lo alcance. En su interior se refugia el regalo que quieres darle: un libro.
¡Qué tonto!, piensas. Te recriminas por haber decidido regalarle un libro en lugar de una cómoda, práctica e infalible flor. Suspiras, ya no hay marcha atrás. Puede que hasta lo lea.
Has llegado a tu parada, te abres paso a través de los cuerpos sudorosos enfrascados en aquella lata metálica con ventanas viejas. La lluvia cae sin piedad ni tregua, ya puedes irte despidiendo del peinado, de tu camisa más bonita y hasta del regalo. No te mueves de allí, faltan pocos minutos para la hora acordada. Es oficial: eres un completo fracaso.
Estás a punto de subir al bus que te llevará de vuelta a casa, que te llevará a la comodidad de tu rutina, a la calidez de un mundo conocido. Dejas que suban los demás, ahora es tu turno.
No subes, aguantas la respiración mientras el bus se pone en marcha y te quedas solo. ¿Qué es lo peor que puede pasar?, te preguntas. No hay respuesta clara.
Sacas el libro de su envoltura de papel seda y lo guardas bajo tu camisa, caminas bajo la lluvia mientras el agua te humedece el cabello y los hombros. Caminas inseguro, adquieres algo de firmeza con cada paso que das. ¿Qué es lo peor que puede pasar?
Aún no lo sabes, pero ahora estás andando con la frente en alto. Ya estás en la entrada del restaurante, estás empapado, estás despeinado, de la loción no queda nada. Sabes que el libro está intacto.
¿Qué es lo peor que puede pasar?
Entras al restaurante, sabes que nada malo te puede pasar.
Sólo tenías que creer en ti.
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