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La mujer del perfume

  • Foto del escritor: Juan Grajales
    Juan Grajales
  • 24 jul 2020
  • 3 Min. de lectura

De ella no quedaban más que los restos de la angustia y del apuro, aunque podíamos añadir que en la atmósfera aún se suspendía el tenue aroma de un perfume floral, uno promedio, ni tan barato ni tan caro, uno de los más comunes, de los que se encontraban en la vitrina de cualquier tienda de cosméticos. No podía estar seguro, pero él estaba convencido de que ella se había ido con mucha prisa, ¿acaso huía de algo?, quizá no, en el suelo humedecido sólo se veían las huellas de un par de zapatos de tacón, y era un tacón grueso, seguramente de oficina. Las huellas se repetían hasta casi el final del pasaje subterráneo y se perdían justo en la salida. Era fácil deducir que había llegado hasta el otro lado sin problemas.

“Pero con mucha prisa”, volvió a pensar el detective. Avanzó un poco más mientras buscaba con la mirada algún otro indicio, algo que pudiera usar en su nueva investigación. No era un sitio muy agradable, olía a humedad, los charcos se formaban por las tuberías deficientes que filtraban el agua por las grietas del concreto. Se detuvo, había visto algo: un lápiz labial. Tenía la tapa perdida y la punta expuesta, no estaba sucio como el resto del lugar, acababa de aterrizar en el suelo apenas unos instantes atrás. Lo tomó entre sus manos, lo olió: era de la misma mujer. Era rojo, ¿con cuál color de cabello combinaría mejor?, ¿negro, dorado, castaño?, ¿gris, quizá?, quién sabe. Es una lástima que entre las pistas no pudiera encontrar alguna horquilla o coleta con unos cuantos cabellos atrapados, ese sí que sería un buenísimo indicio. De algo estaba seguro: tenía labios carnosos. El detective afirmaba que un labial como éste sólo podía ser usado en unos labios gruesos. Qué pena que los suyos fuesen apenas un suspiro entre el bigote despeinado y los dientes ligeramente torcidos.

La luz parpadeó de repente, aquellas lámparas eran viejas y emitían horrorosos chasquidos cuyo eco atravesaba aquel estrecho túnel que parecía haber sido olvidado por el tiempo y por el gobierno de turno. Quizá era eso lo que la había asustado: los chasquidos y las luces parpadeantes. El detective cerró los ojos por un segundo y la imagen fue clara en su mente. La mujer habría salido de su trabajo como de costumbre, quizá un poco tarde por un último cliente caprichoso o una pila de informes atrasados. Habría entrado al túnel para atravesar la autopista y así llegar a la avenida en donde tomaría el bus a casa, ya cansada y con los pies hinchados, deseando sacarse los tacones a patadas y poder tumbarse sobre la cama de una vez por todas. Las luces parpadeantes y los estremecedores chasquidos la habrían espantado. Seguramente había huido despavorida sin importarle la suerte del lápiz labial que llevaba en sus manos en ese momento. No era una gran pérdida, el labial tampoco era de los caros.

Se había ido, de eso no quedaba duda, sería inútil continuar la vana búsqueda de pistas que no aparecerían. Salió del túnel, la avenida estaba desolada, nadie se habría dado cuenta de un eventual crimen, incluso de los que traen gritos incluidos. Si aún tuviera su placa podría ir a uno de los negocios cercanos y exigir las grabaciones de las cámaras de seguridad, hacerle zoom a la pantalla, difuminar los pixeles y de seguro en menos de dos días ya habría dado hasta con la dirección, pues él sabía que era el mejor en su trabajo.

Gruñó bajo su bigote mientras guardaba el labial en el bolsillo de su chaqueta, deseando a la vez poder llevarse las huellas húmedas y los últimos atisbos del perfume. La suertuda mujer se había salvado por unos segundos de diferencia. Esta noche él regresaría a casa algo furioso, pues sus oscuros deseos no serían saciados por ahora.

 
 
 

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